Una historia de emprendimiento y emociones
Yo crecí en México. Cuando era pequeña, quizás tenía unos 10 años, me acerqué a mi madre y le pedí prestados 5 pesos y le dije que yo le devolvería 10 en 1 mes. Quizás en proporciones actuales sería como haberle pedido 5 euros. Me los prestó y me acompañó a comprar caramelos que yo vendería con buen ojo comercial en mi escuela. La selección del producto era clave: vendía los caramelos más ricos, que no vendían dentro de la escuela. Pasadas unas pocas semanas pagué los 10 pesos a mi inversora, y yo continué mi exitosa carrera emprendedora durante mucho tiempo, quizás hasta que llegaron las vacaciones. Alguna vez me financió un poco más de dinero si necesitaba aprovisionarme de inventario que no me alcanzaba con fondos propios. La confianza inicial de mi madre, su apoyo y mi posterior orgullo de poderle pagar fueron claves para mi. Yo gestionaba, tomaba mis decisiones, daba crédito, aprendía quién no pagaba (“te pago luego porque no tengo cambio”) y sufría las pérdidas de ese aprendizaje.
Éste es uno de los primeros recuerdos que me vienen a la mente cuando pienso en qué pasa por la mente de un emprendedor, aunque he incorporado algunos otros aprendizajes en mis andanzas.
15 años después, ya viviendo en Madrid, mi marido y yo decidimos apostar por una nueva empresa. Queríamos continuar una idea de negocio que habíamos intentado iniciar en la universidad: una cadena de tiendas de bisutería de plata y complementos. Además de ser un negocio para nosotros, sería una forma de contribuir a nuestro país, que es un importante productor de plata. Invertimos los pocos ahorros que teníamos, pedimos créditos, elegimos local, compramos mobiliario y montamos la tienda con gran estilo. Todo lo hicimos nosotros con nuestras manos, optimizando todo lo humanamente posible el uso de nuestros recursos. De lunes a viernes atendía nuestra dependienta mientras nosotros trabajábamos en el trabajo que nos daba de comer, y los sábados y domingos atendíamos nosotros. Al año y medio, con el inicio de la crisis, tuvimos que decidir cerrar. Había que poner un valiente fin a nuestra criatura comercial y reconocer que era momento de cortar para evitar más pérdidas. De esta época recuerdo mucho la intensidad a todos los niveles. Desde luego intensidad laboral, pero sobre todo intensidad emocional. Un año y medio donde nuestras vidas iban alrededor de este proyecto, que ocupaba nuestros pensamientos, sentimientos e ideas. Esta etapa de mi vida ha dado forma a muchas cosas de mi hoy, tanto a nivel profesional como personal.
Ahora mi día a día lo vivo rodeada de startups, tecnología y conexiones. Pero nunca olvido que entre toda esta tecnología, estos amigos, estos fundadores son personas con sus propias historias. Y como en mi historia, todos crecemos aprendiendo de las dinámicas de la confianza, y las emociones dan forma a nuestras vidas. Estoy convencida de que si aprendemos a entender y apalancarnos de nuestras propias emociones en todas las interacciones este mundo sería mucho mejor. Sería más rico, más interconectado, y desde luego mucho más humano.
Podría seguir hablando sobre las emociones dentro y fuera de la empresa, pero lo dejo para otra ocasión.